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Esta jodida muerte

Hoy, primero de noviembre, es el día de todos los Santos. Anoche llamaron a mi puerta varias veces. Eran  grupos de niños que pedían truco o trato (una mala traducción de trick-or-treat porque en realidad lo que se pide con esa fórmula es que los dueños de la casa elijan entre recibir una broma o darles a los chavales unas golosinas. No sé por qué siempre acabamos dando golosinas o dándoles con la puerta en las narices. Nunca aceptamos una broma). Según algunos que saben de lo hablan la fiesta de Halloween es el anticipo del día de los muertos que, en nuestra tradición de toda la vida, celebramos mañana día dos de noviembre con la fiesta de los Fieles Difuntos. ¿Qué diferencia hay entre el día de los Santos y el de los Fieles Difuntos ya que, al fin y al cabo, ambos están muertos y bien muertos? Pues que el día de los Santos es el día de los muertos que ya están en presencia de Dios y en la cultura cristiana mañana, día dos, es el día de los fiambres que aún están purgando sus peca
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Los húngaros, su cabra y yo.

El domingo acaba de empezar y me he levantado un poco más tarde de lo habitual. Todo el día en casa, sin colegio. Un día sin las pesadas bromas de Luisito. Mamá está en la cocina, desde aquí la oigo trajinar con sartenes y perolas. Mamá hoy no canta. Anoche la oí llorar, en su dormitorio, muy quedamente, como si estuviera ahogando el llanto en la almohada. —Esta mañana no me han querido fiar en la tienda cuando he ido a comprar aceite. Mañana volveremos a comer lentejas, las que han sobrado hoy. —No te preocupes —oí la voz de mi padre tratando de consolarla—, te han salido muy buenas. —No llevaban morcilla, eso lo dices para tranquilizarme —y me imaginé a mi padre limpiándole con los dedos las lágrimas que aún quedaban en sus mejillas—. Además, el niño ha vuelto a pedir para su cumpleaños una bicicleta. —Ya lo arreglaremos; no sé cómo, pero lo arreglaremos. A mí, anoche, también me costaba trabajo dormirme. Me tapé los oídos para no seguir escuchándolos. Sueño desde que cumplí los siet

Un diálogo, sin más

  En más de una ocasión me he propuesto escribir un microrrelato solo con un diálogo. Sin acotaciones, sin narrador, sin descripciones. Quería que el lector sintiera ser él mismo un personaje secundario, testigo de lo que los protagonistas hablan, que imagine su aspecto, como visten, dónde están, en que momento ocurren los hechos... en fin, que el lector ponga todo lo que falta y así me ahorro yo el escribirlo. No sé si lo he conseguido con este engendro que he titulado UN DIÁLOGO, SIN MÁS . -Y ese que está en aquel rincón apartado, ¿quién es? -¿Se refiere usted a aquél con aspecto desaliñado que está sentado en el banco y sostiene la cabeza entre las manos? -Sí, coño, ¿es que hablo en chino? -Usted perdone, señor Presidente. Ese es Ramiro. Pasa así todos los días. Sin moverse y con la mirada perdida. Como si no existiera. -Ah, ya recuerdo… Y, ¿esa piltrafa humana es la que se enfrentó a nosotros? -Sí, señor Presidente. Dicen que pretendía cambiarlo todo. De cabo a rabo. -Ya. ¿Y, con q

Esta, mi ciudad.

Aquí sigo, en esta ciudad a los pies del castillo, en esta ciudad que me vio nacer. Aquí sigo, haciéndome cada día más viejo, aunque me resista, aunque me engañe diciéndome que aún es la primera vez en muchas cosas, aunque me traicione negando mi costal repleto de tantas mentiras. Aquí sigo, en esta ciudad con sus calles estrechas y empinadas; con sus puertas la mitad abiertas, la mitad cerradas; con sus luces y sus sombras; con sus gorriones y sus cucarachas; con sus tabernas y sus iglesias; con sus hombres aceitunados y sus mujeres con miradas de rímel; con su cruz, allá en todo lo alto y sus olivos, allá en todas partes. Aquí sigo, en esta ciudad que me verá rígido y frío, inmóvil y agobiado por la estrechez de la madera. En esta ciudad que, cuando cierren la caja dejándome totalmente a oscuras, ella, mi ciudad, ya habrá empezado a olvidar que fui su fiel amante y que siempre llevé su nombre, como pirsin de oro, prendido en mi lengua. F.M.M.  

Un dios descontento.

Hay dioses para todos los gustos. Por ejemplo, los antiguos dioses griegos y sus secuelas romanas como los libidinosos Zeus-Júpiter que no paraban mientes en distinguir entre diosas o simples mujeres mortales a la hora de beneficiárselas. Todas caían. Hay dioses feos y lisiados como Hefesto, tanto que su propia madre Hera lo tiró al mar nada más nacer. Hay diosas apropiadas para los ecologistas como la nórdica Jord, que cuando no andaba cuidando de la Naturaleza, se metía en la cama de Odín y, claro, acabó pariendo a Thor que cuando se enfadaba su voz era un trueno. Hay dioses como Ganesha que, aunque al principio te eche para atrás ver que tiene cabeza de elefante y cuatro brazos, si le rezas con devoción y fe te propicia buena fortuna y te va eliminando obstáculos en los comienzo de tu negocio. Hay también numerosos dioses médicos, como Ixtlilton a quién los aztecas acudían y bebían de su agua tlílatl (lo que quiere decir agua negra) cuando pillaban un resfriado o una cagalera o les

UN DÍA EN EL COLE

Sor Aurelia era mofletuda y rechoncha. Recuerdo que yo me decía al mirarla desde mi pupitre que las alas de su toca, por muy grandes que fueran y por muy fuerte que las batiera, no podrían levantarla ni un palmo del suelo. A primera hora de la mañana nos hacía rezar un padre nuestro o un ave maría, ya no me acuerdo, pero rezar sí que rezábamos algo, de eso sí que me acuerdo. Después, unos días repasábamos la tabla de multiplicar y otros días sacábamos los cuadernos Rubio de caligrafía y nos decía: Hoy toca practicar la letra bonita, que vaya mamarrachos de letras me hacéis. Yo iba por el número dos, el que tenía en la portada un soldado romano montado en su cuadriga, que más tarde supe que no era cuadriga sino biga. Pero entonces todos nosotros la llamábamos cuadriga. A mí me gustaba mucho esa ilustración de la portada y me imaginaba que era yo el intrépido y valiente soldado que fustigaba a esos vigorosos caballos y que sentía como mi capa roja, todas las capas de los romanos eran roj

Un café bien amargo

  Cualquier persona con dos dedos de frente entendería los motivos que me llevaron a hacer lo que hice. Es más, con mucha probabilidad lo aplaudiría. Por eso no comprendo al comisario que se empeña en llamarme psicópata descerebrado. Sigue opinando que oculto el verdadero motivo y hoy, por enésima vez, me ha vuelto a pedir que le contara lo sucedido. Y, ya puestos, ahora te lo voy a contar a ti. Porque de algo habrá que hablar, digo yo, mientras estamos aquí los dos encerrados, mano sobre mano y sin nada que hacer. A ver si así te cambia la cara, que no has abierto el pico en las veinticuatro horas que llevamos juntos, que pareces la momia de Tutankamón, hombre. Para que te enteres, ayer le conté al comisario toda la historia. Antes me habían interrogado varios de sus colegas. Después él mismo. Tres horas sin parar. Bueno, pues hoy va y me vuelve a llevar a su despacho y me pide que se lo cuente todo otra vez. Me quita la esposas y me ofrece un cigarrillo. “Toma Martínez, a ver si esta

Que también se van al cielo / Todos los negritos buenos.

A mi madre le gustaba cantar boleros de Antonio Machín. Los entonaba para ir tirando, ni bien ni mal, pero a mí me gustaba verla así, cantando; creo que en esos momentos, a pesar de mi corta edad, yo percibía y participaba de su alegría. En esos momentos el azul del cielo me parecía más azul. Ahora, con el paso de los años, sé que no todas las madres del mundo cantan mientras tienden la ropa, ni cuando preparan la comida, ni cuando peinan a sus hijos… Ahora sé que yo disfruté de una infancia afortunada, a pesar de los berrinches que pillaba todos los años, cuando comprobaba que los Reyes Magos se habían vuelto a olvidar de mi deseada Orbea. ¿Qué por qué cuento esto? Pues porque el otro día, hablando con unos amigos salió a relucir los insultos racistas a Vinicius Jr. Sí, ese, el delantero del Real Madrid que es negro como todos sabéis. Creo que fue en un partido del Madrid contra el Valencia. Mis amigos comentaban indignados que esos insultos eran muestras de racismo y que el partido